Mármol con sangre, tu frente;
lirios con sangre, tus manos;
tus ojos, soles, con muerte;
luna con muerte, tus labios.
Así quiero verte, Cristo,
sangriento jardín de nardos;
así, con tus cinco llagas,
cielo roto y estrellado.
Rojo y blanco, blanco y rojo,
te vio la niña del cántico:
bien merecido lo tienes,
por ser santo y enamorado.
Abismo reclama abismo:
¿o no lo sabías acaso?;
el amor llama a la muerte:
muerte y amor son hermanos.
Amor quema, amor hiende
carne y alma, pecho y labio.
Amor, espada de fuego;
amor, cauterio y taladro.
Así quiero verte, Cristo,
con sangre, lirios y mármol;
soles y lunas con muerte
en tus ojos y en tus labios. Amén.
Hoy da inicio el mes del Sagrado Corazón celebrando hoy su día y mañana el día del Sagrado Corazón de María. Este es un mes especialmente bello, porque celebramos y recodamos al Corazón misericordioso de nuestro Dios, de nuestra amada Madre María.
El costado traspasado del Redentor es el manantial del agua viva, al que debemos recurrir para alcanzar el verdadero conocimiento de Jesucristo y experimentar más a fondo su amor. De este modo el verdadero conocimiento de Jesucristo y experimentar más a fondo su amor. De este modo, podremos comprender mejor que significa "conocer" en Jesucristo el amor de Dios, experimentarlo, mantenido fija la mirada en Él, hasta vivir completamente de la experiencia de su amor, para poderlo testimoniar despues a los demás. de hecho, retomando una expresión de Juan Pablo II, "junto al Corazón de Cristo, el corazón humano aprende a conocer el autentico y único sentido de la vida y de su propio destino, a comprender el valor de una vida auténticamente cristiana, a permanecer alejado de ciertas perversiones del corazón, a unir el amor filiar a Dios con el amor al prójimo. De este modo -y ésta es la verdadera reparación exigida por el Corazón del Salvador- sobre las ruinas acumuladas por el odio y la violencia podrá edificarse la civilización del Corazón de Cristo".
Dado que el amor de Dios ha encontrado
su expresión más profunda en la entrega que Cristo hizo de su vida por nosotros
en la Cruz, al contemplar su sufrimiento y muerte podemos reconocer de manera
cada vez más clara el amor sin límites de Dios por nosotros: «tanto amó Dios al
mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino
que tenga vida eterna» (Juan 3, 16).
Este misterio del amor de Dios por
nosotros no constituye sólo el contenido del culto y de la devoción al Corazón
de Jesús: es, al mismo tiempo, el contenido de toda verdadera espiritualidad y
devoción cristiana. Es importante subrayar que el fundamento de esta devoción
es tan antiguo como el mismo cristianismo. De hecho sólo se puede ser cristiano
dirigiendo la mirada a la Cruz de nuestro Redentor, «a quien traspasaron». La
encíclica «Haurietis aquas» recuerda que la herida del costado y las de los
clavos han sido para innumerables almas los signos de un amor que ha transformado
cada vez más incisivamente su vida. Reconocer el amor de Dios en el Crucificado
se ha convertido para ellas en una experiencia interior que les ha llevado a
confesar, junto a Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!», permitiéndoles alcanzar una
fe más profunda en la acogida sin reservas del amor de Dios.
Experimentar el amor de Dios dirigiendo
la mirada al Corazón de Jesucristo. El significado más profundo de este
culto al amor de Dios sólo se manifiesta cuando se considera más atentamente su
contribución no sólo al conocimiento sino también y sobre todo a la experiencia
personal de ese amor en la entrega confiada a su servicio. Obviamente,
experiencia y conocimiento no pueden separarse: la una hace referencia a la
otra. Además, es necesario subrayar que un auténtico conocimiento del amor de
Dios sólo es posible en el contexto de una actitud de oración humilde y de
generosa disponibilidad. Partiendo de esta actitud interior, la mirada puesta
en el costado traspasado de la lanza se transforma en silenciosa adoración. La
mirada en el costado traspasado del Señor, del que salen «sangre y agua», nos
ayuda a reconocer la multitud de dones de gracia que de ahí proceden y nos abre
a todas las demás formas de devoción cristiana que están comprendidas en el
culto al Corazón de Jesús.
La fe, comprendida como fruto del amor
de Dios experimentado, es una gracia, un don de Dios. Pero el hombre podrá
experimentar la fe como una gracia sólo en la medida en la que él la acepta
dentro de sí como un don, del que trata de vivir. El culto del amor de Dios, al
que invitaba a los fieles la encíclica «Haurietis aquas», debe ayudarnos a
recordar incesantemente que Él ha cargado con este sufrimiento voluntariamente
«por nosotros», «por mí». Cuando practicamos este culto, no sólo reconocemos
con gratitud el amor de Dios, sino que seguimos abriéndonos a este amor de
manera que nuestra vida quede cada vez más modelada por él. Dios, que ha
derramado su amor «en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido
dado», nos invita incansablemente a acoger su amor. La invitación a entregarse
totalmente al amor salvífico de Cristo tiene como primer objetivo la relación con
Dios. Por este motivo, este culto totalmente orientado al amor de Dios que se
sacrifica por nosotros, tiene una importancia insustituible para nuestra fe y para
nuestra vida en el amor.
Vivir y testimoniar el amor
experimentado. Quien acepta el amor de Dios interiormente queda plasmado por él. El
amor de Dios experimentado es vivido por el hombre como una «llamada» a la que
tiene que responder. La mirada dirigida al Señor, que «Él tomó nuestras
flaquezas y cargó con nuestras enfermedades», nos ayuda a prestar más atención
al sufrimiento y a la necesidad de los demás. La contemplación en la adoración
del costado traspasado de la lanza nos sensibiliza ante la voluntad salvífica
de Dios. Nos hace capaces de confiar en su amor salvífico y misericordioso y al
mismo tiempo nos refuerza en el deseo de participar en su obra de salvación,
convirtiéndonos en sus instrumentos. Los dones recibidos del costado abierto,
del que han salido «sangre y agua», hacen que nuestra vida se convierta también
para los demás en manantial del que manan «ríos de agua viva». La experiencia
del amor surgida del culto del costado traspasado del Redentor nos tutela ante
el riesgo de replegarnos en nosotros mismos y nos hace más disponibles a una
vida para los demás. «En esto hemos conocido lo que es amor: en que él dio su
vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos».
La respuesta al mandamiento del amor se
hace posible sólo con la experiencia que este amor ya nos ha sido dado antes
por Dios. El culto del amor que se hace visible en el misterio de la Cruz,
representado en toda celebración eucarística, constituye por tanto el
fundamento para que podamos convertirnos en personas capaces de amar y
entregarse, convirtiéndonos en instrumentos en las manos de Cristo: sólo así
podemos ser heraldos creíbles de su amor. Esta apertura a la voluntad de Dios,
sin embargo, debe renovarse en todo momento: «El amor nunca se da por
"concluido" y completado». La contemplación del «costado traspasado
por la lanza», en la que resplandece el voluntad sin confines de salvación por
parte de Dios, no puede ser considerada por tanto como una forma pasajera de
culto o de devoción: la adoración del amor de Dios, que ha encontrado en el
símbolo del «corazón traspasado» su expresión histórico-devocional, sigue
siendo imprescindible para una relación viva con Dios.
Extraído
de la carta del Papa Benedicto XVI sobre el Corazón de Jesús.
Desde la cruz redentora,
el Señor nos dio el perdón.
y, para darnos su amor,
todo a la vez sin medida,
abrió en su pecho una herida
y nos dio su corazón.
Santa cruz de Jesucristo,
abierta como dos brazos;
rumbo de Dios y regazo
en la senda del dolor,
brazos tendidos de amor
sosteniendo nuestros pasos.
Sólo al chocar en las piedras
el río canta al creador;
del mismo modo el dolor,
como piedra de mi río,
saca del corazón mío
el mejor canto de amor. Amén.
Dado que el amor de Dios ha encontrado
su expresión más profunda en la entrega que Cristo hizo de su vida por nosotros
en la Cruz, al contemplar su sufrimiento y muerte podemos reconocer de manera
cada vez más clara el amor sin límites de Dios por nosotros: «tanto amó Dios al
mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino
que tenga vida eterna» (Juan 3, 16).
Este misterio del amor de Dios por
nosotros no constituye sólo el contenido del culto y de la devoción al Corazón
de Jesús: es, al mismo tiempo, el contenido de toda verdadera espiritualidad y
devoción cristiana. Es importante subrayar que el fundamento de esta devoción
es tan antiguo como el mismo cristianismo. De hecho sólo se puede ser cristiano
dirigiendo la mirada a la Cruz de nuestro Redentor, «a quien traspasaron». La
encíclica «Haurietis aquas» recuerda que la herida del costado y las de los
clavos han sido para innumerables almas los signos de un amor que ha transformado
cada vez más incisivamente su vida. Reconocer el amor de Dios en el Crucificado
se ha convertido para ellas en una experiencia interior que les ha llevado a
confesar, junto a Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!», permitiéndoles alcanzar una
fe más profunda en la acogida sin reservas del amor de Dios.
Experimentar el amor de Dios dirigiendo
la mirada al Corazón de Jesucristo. El significado más profundo de este
culto al amor de Dios sólo se manifiesta cuando se considera más atentamente su
contribución no sólo al conocimiento sino también y sobre todo a la experiencia
personal de ese amor en la entrega confiada a su servicio. Obviamente,
experiencia y conocimiento no pueden separarse: la una hace referencia a la
otra. Además, es necesario subrayar que un auténtico conocimiento del amor de
Dios sólo es posible en el contexto de una actitud de oración humilde y de
generosa disponibilidad. Partiendo de esta actitud interior, la mirada puesta
en el costado traspasado de la lanza se transforma en silenciosa adoración. La
mirada en el costado traspasado del Señor, del que salen «sangre y agua», nos
ayuda a reconocer la multitud de dones de gracia que de ahí proceden y nos abre
a todas las demás formas de devoción cristiana que están comprendidas en el
culto al Corazón de Jesús.
La fe, comprendida como fruto del amor
de Dios experimentado, es una gracia, un don de Dios. Pero el hombre podrá
experimentar la fe como una gracia sólo en la medida en la que él la acepta
dentro de sí como un don, del que trata de vivir. El culto del amor de Dios, al
que invitaba a los fieles la encíclica «Haurietis aquas», debe ayudarnos a
recordar incesantemente que Él ha cargado con este sufrimiento voluntariamente
«por nosotros», «por mí». Cuando practicamos este culto, no sólo reconocemos
con gratitud el amor de Dios, sino que seguimos abriéndonos a este amor de
manera que nuestra vida quede cada vez más modelada por él. Dios, que ha
derramado su amor «en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido
dado», nos invita incansablemente a acoger su amor. La invitación a entregarse
totalmente al amor salvífico de Cristo tiene como primer objetivo la relación con
Dios. Por este motivo, este culto totalmente orientado al amor de Dios que se
sacrifica por nosotros, tiene una importancia insustituible para nuestra fe y para
nuestra vida en el amor.
Vivir y testimoniar el amor
experimentado. Quien acepta el amor de Dios interiormente queda plasmado por él. El
amor de Dios experimentado es vivido por el hombre como una «llamada» a la que
tiene que responder. La mirada dirigida al Señor, que «Él tomó nuestras
flaquezas y cargó con nuestras enfermedades», nos ayuda a prestar más atención
al sufrimiento y a la necesidad de los demás. La contemplación en la adoración
del costado traspasado de la lanza nos sensibiliza ante la voluntad salvífica
de Dios. Nos hace capaces de confiar en su amor salvífico y misericordioso y al
mismo tiempo nos refuerza en el deseo de participar en su obra de salvación,
convirtiéndonos en sus instrumentos. Los dones recibidos del costado abierto,
del que han salido «sangre y agua», hacen que nuestra vida se convierta también
para los demás en manantial del que manan «ríos de agua viva». La experiencia
del amor surgida del culto del costado traspasado del Redentor nos tutela ante
el riesgo de replegarnos en nosotros mismos y nos hace más disponibles a una
vida para los demás. «En esto hemos conocido lo que es amor: en que él dio su
vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos».
La respuesta al mandamiento del amor se
hace posible sólo con la experiencia que este amor ya nos ha sido dado antes
por Dios. El culto del amor que se hace visible en el misterio de la Cruz,
representado en toda celebración eucarística, constituye por tanto el
fundamento para que podamos convertirnos en personas capaces de amar y
entregarse, convirtiéndonos en instrumentos en las manos de Cristo: sólo así
podemos ser heraldos creíbles de su amor. Esta apertura a la voluntad de Dios,
sin embargo, debe renovarse en todo momento: «El amor nunca se da por
"concluido" y completado». La contemplación del «costado traspasado
por la lanza», en la que resplandece el voluntad sin confines de salvación por
parte de Dios, no puede ser considerada por tanto como una forma pasajera de
culto o de devoción: la adoración del amor de Dios, que ha encontrado en el
símbolo del «corazón traspasado» su expresión histórico-devocional, sigue
siendo imprescindible para una relación viva con Dios.
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