QUÉ ves, alma cristiana, en la figura exterior de tu Divino
Jesús? Ves el retrato más acabado del recogimiento y de la modestia cristiana.
Mírale bien y aprende de Él cómo has de ser en tu porte y maneras, si quieres
hasta en eso llevar el sello del Sagrado Corazón.
Su voz es quieta y sumisa, sus palabras prudentes y pocas, Su
andar grave y mesurado, su mirada recogida y bondadosa. El semblante de Jesús
era tal, que inspiraba sentimientos de virtud a quien lo contemplaba, y era
imposible verlo interiormente mejorado.
Sus enemigos nunca pudieron tacharle de ligereza y
desenvoltura. Los que sin cesar buscaban por agarrarle la palabra, jamás
pudieron echarle en rostro una que fuese inconveniente. Su alegría era tan
edificante como su austeridad; nadie le oyó ruidosas carcajadas, ni le vio
desacompasados movimientos. Todo su exterior era el reflejo de orden, paz,
igualdad y armonía en su divino interior.
Dame a
conocer ¡oh dulce Jesús! los suaves encantos de esta celestial virtud.
El rostro y los ademanes son el espejo de lo que pasa en el
corazón, por eso, llevo retratados en ellos la disipación y el desorden del
mío.
¿Soy cristiano o pagano? ¿Sirvo a Dios o al mundo su enemigo?
Nadie creería lo primero, sino más bien lo segundo, oyendo tal vez mis
conversaciones, mirando mi modo de vestir, observando mis actitudes.
¿A qué tengo dedicados mis sentidos sino a culpables o por lo
menos peligrosas tonterías? ¿Qué ley pongo a mis ojos, para que no tropiecen
con mil escollos para la honestidad? ¿Qué freno aplico a mi lengua, para que no
hiera la reputación ajena o no se deslice en mil y mil superfluidades? ¿Qué
muro he puesto a mis oídos, para que no se vayan tras la curiosidad y mundanos
pasatiempos? ¡Ah! que estos medios que se me han dado para servir con ellos a
Dios y al prójimo, sólo los empleo yo, para que me rinda y esclavice el mundo
con todas sus vanidades.
¡Pobre
corazón mío, abierto así sin el muro de la modestia a todos los embates del enemigo!
¡Pobre corazón, expuesto así por mi culpa a todas las oleadas de este mar de
corrupción!
Rodéalo, Señor, de esta preciosa virtud como de fortísima
muralla, para que sea plaza cerrada e inexpugnable donde sólo entres Tú, y
nunca jamás tu enemigo.
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