sábado, 23 de abril de 2011

¡Resucitó de entre los muertos!

El Señor ha resucitado de entre los muertos, como lo había dicho, alegrémonos y regocijémonos todos, porque reina para siempre. ¡Aleluya!.

La Resurrección gloriosa del Señor es la clave para interpretar toda su vida, y el fundamento de nuestra fe. Sin esa victoria sobre la muerte, dice San Pablo, toda predicación sería inútil y nuestra fe vacía de contenido (1 Corintios 15, 14-17).



En la Resurrección de Cristo se apoya la esperanza de nuestra propia resurrección. La Pascua es la fiesta de nuestra redención y, por tanto, fiesta de acción de gracias y de alegría.

Los Apóstoles son, ante todo, testigos de la Resurrección de Jesús (Hechos 1, 22; 2, 32; 3, 15). Anuncian que Cristo vive, y éste es el núcleo de toda su predicación. Esto es lo que después de veinte siglos, nosotros anunciamos al mundo: ¡Cristo vive!.

Y esto nos colma de alegría el corazón. La Resurrección es el argumento supremo de la divinidad de Nuestro Señor. “Esta es la gran verdad que llena de contenido nuestra fe. Jesús, que murió en la cruz, ha triunfado de la muerte, del poder de las tinieblas, del dolor y de la angustia: en Él, lo encontramos todo: fuera de Él, nuestra vida queda vacía” (J. Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa).

El mundo había quedado a oscuras. La Resurrección es la gran luz para todo el mundo: Yo soy la luz (Juan 8, 12), había dicho Jesús; luz para el mundo, para cada época de la historia, para cada sociedad, para cada hombre. La luz del cirio pascual simboliza a Cristo resucitado. Es la luz que la Iglesia derrama sobre toda la tierra sumida en tinieblas.

La Resurrección de Cristo es una fuerte llamada al apostolado: ser luz y llevar luz a otros. Para eso debemos estar unidos a Cristo. “Instaurare omnia in Christo”, da como lema San Pablo a los Cristianos de Efeso (Efesios 1, 10); “hacer que todo tenga a Cristo”, llenar el mundo entero con el espíritu de Jesús, colocar a Cristo en la entraña de todas las cosas: esta es nuestra misión de cristianos, proclamar la Realeza de Cristo en todos los lugares, tiempos, circunstancias y encrucijadas de la tierra.

La Virgen Santísima sabía que Cristo resucitaría. En un clima de oración, que nosotros no podemos describir, espera a su Hijo glorioso. Una tradición antiquísima de la Iglesia nos transmite que Jesús se apareció en primer lugar y a solas a su Madre. La Virgen, después de tanto dolor, se llenó de una inmensa alegría.

Nosotros nos unimos a esta inmensa alegría. Santo Tomás de Aquino aconsejaba que no dejáramos de felicitar a la Virgen por la Resurrección de su Hijo (Vida y misericordia de la Santísima Virgen, de Santo Tomás de Aquino).

Es lo que hacemos ahora que comenzamos a rezar el Regina Coeli en lugar del Angelus: “Alégrate Reina del Cielo, ¡aleluya!, porque Aquél a quien mereciste llevar dentro de ti ha resucitado”. Hagamos el propósito de vivir este tiempo pascual muy cerca de Santa María.



¡En verdad ha resucitado el Señor, aleluya! ¡A Él la gloria y el poder por toda la eternidad! (Lucas 24, 34; Apocalipsis 1, 6).





viernes, 22 de abril de 2011

Jesús muere en la Cruz

Jesús es clavado en la Cruz. Toda Su vida está dirigida a este momento supremo. Ahora apenas logra llegar, jadeante y exhausto, a la cima de aquel pequeño montículo llamado Calvario o “lugar de la calavera”.





Enseguida lo tienden sobre el suelo y comienzan a clavarle en el madero que será el travesaño de la Cruz. Introducen los hierros primero en donde comienzan las manos, con desgarro de nervios y carne. Luego es levantado hasta quedar erguido sobre el palo vertical que está fijo en el suelo. A continuación le clavan los pies...

María su Madre, contempla toda la escena con inmenso dolor. La cruz, que hasta ese día había sido un instrumento infame y deshonroso, se convertía ahora en árbol de vida y escalera de gloria. Jesús está elevado en la Cruz. No hay reproches en los ojos de Jesús, sólo piedad y compasión. ¿Porqué tanto padecimiento?, se pregunta San Agustín. Y se responde: “Todo lo que padeció es el precio de nuestro rescate” (Comentario sobre el Salmo 21).

La crucifixión era la ejecución más cruel y afrentosa que conoció la antigüedad. Un ciudadano romano no podía ser crucificado. La muerte sobrevenía después de una larga agonía. Muchos son los que se niegan a aceptar a un Dios hecho hombre que muere en un madero para salvarnos: el drama de la Cruz sigue siendo motivo de escándalo para los judíos y locura para los gentiles (1 Corintios 1, 23).

La unión íntima de cada cristiano con su Señor necesita de ese conocimiento completo de su vida, también de este capítulo de la Cruz. Aquí se consuma nuestra Redención, aquí encuentra sentido el dolor del mundo, aquí vislumbramos la maldad del pecado y el amor de Dios por cada hombre.

No quedemos indiferentes ante un Crucifijo. “Es muy posible que en alguna ocasión, a solas con un crucifijo, se te vengan las lágrimas a los ojos. No te domines... pero procura que ese llanto acabe en un propósito” (J. Escrivá de Balaguer, Vía crucis) .

Los frutos de la Cruz no se hicieron esperar. Uno de los ladrones, después de reconocer sus pecados, se dirige a Jesús: Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino. Para convertirse en discípulo de Cristo no ha necesitado de ningún milagro; le ha bastado contemplar de cerca el sufrimiento del Señor.




La eficacia de la Pasión no tiene fin. Cada uno de nosotros puede decir en verdad: el Hijo de Dios me amó y se entregó por mí (Gálatas 2, 20). Muy cerca de Jesús está su Madre, y con Ella, Juan, el más joven de los Apóstoles. En la persona del discípulo, Cristo nos da a su Madre como Madre nuestra. (Juan 19, 26-27). Pidámosle a Santa María: “Haz que me enamore su Cruz y que en ella viva y more”. 

jueves, 21 de abril de 2011

La última cena del Señor

Jesús celebra la Pascua rodeado de los suyos. Todos los momentos de esta Última Cena reflejan la Majestad de Jesús, que sabe que morirá al día siguiente, y su gran amor y ternura por los hombres.


Jesús encomendó la disposición de lo necesario a sus discípulos predilectos: Pedro y Juan. Los dos Apóstoles se esmeran en los preparativos. Pusieron un especial empeño en que todo estuviera perfectamente dispuesto.

Jesús se vuelca en amor y ternura hacia sus discípulos. Es una cena testamentaria; es una cena afectuosa e inmensamente triste, al tiempo que misteriosamente reveladora de promesas divinas, de visiones supremas. Lo que Cristo hizo por los suyos puede resumirse en estas breves palabras de San Juan: los amó hasta el fin (Juan 13, 1).

Hoy meditamos en ese amor de Jesús por cada uno de nosotros, y en cómo estamos correspondiendo: en el trato con Él, en los actos de desagravio, en la caridad con los demás, en nuestro amor a la Eucaristía...

Jesús
realiza la institución de la Eucaristía, anticipa de forma sacramental –Lucas 22, 19-20: “mi Cuerpo entregado”... “mi Sangre derramada”– el sacrificio que va a consumar al día siguiente en el Calvario. Jesús se nos da en la Eucaristía para fortalecer nuestra debilidad, acompañar nuestra soledad y como un anticipo del Cielo.




Jesús, aquella noche memorable, dio a sus Apóstoles y sus sucesores, los obispos y sacerdotes, la potestad de renovar el prodigio hasta el final de los tiempos: Haced esto en memoria mía (Lucas 22, 19; 1 Corintios 2, 24). Junto con la Sagrada Eucaristía instituye el sacerdocio ministerial.

Jesús se queda con nosotros. Jesús es el mismo en el Cenáculo y en el Sagrario. Esta tarde-noche, cuando vayamos a adorarle en el Monumento, nos encontraremos con Él que nos ve y nos reconoce. Le contaremos lo que nos ilusiona y lo que nos preocupa y le agradeceremos su entrega amorosa. Jesús siempre nos espera en el Sagrario.

Jesús habla a sus Apóstoles de su inminente partida, y es entonces cuando enuncia el Mandamiento Nuevo, proclamado, por otra parte, en cada página del Evangelio: Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado (Juan 15, 12).

Hoy, Jueves Santo, podemos preguntarnos si nos conocen como discípulos de Cristo porque vivimos con finura la caridad con los que nos rodean, mientras recordamos, cuando está tan próxima la Pasión del Señor, la entrega de María al cumplimiento de la Voluntad de Dios y al servicio de los demás.

La inmensa caridad de María hace que se cumpla, también en Ella, la afirmación de Cristo: nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos (Juan 15, 13).


 

 

sábado, 16 de abril de 2011

LA ORACIÓN DE GETSEMANÍ

Después de la Última Cena, Jesús siente una inmensa necesidad de orar. En el Huerto de los Olivos cae abatido: se postró rostro en tierra (Mateo 26, 39), precisa San Mateo, exclamando “Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz; pero no sea como yo quiero, sino como quieres Tú”.

 





Él, que es la misma inocencia, carga con todos los pecados de todos los hombres, y se prestó a pagar personalmente todas nuestras deudas. ¡Cuánto hemos de agradecer al Señor su sacrificio voluntario para librarnos del pecado y de la muerte eterna!

En nuestra vida puede haber momentos de profundo dolor, en que cueste aceptar la Voluntad de Dios, con tentaciones de desaliento. La imagen de Jesús en el Huerto de los Olivos nos enseña a abrazar la Voluntad de Dios, sin poner límite alguno ni condiciones, e identificarnos con el querer de Dios por medio de una oración perseverante.

Hemos de rezar siempre, pero hay momentos en que esa oración se ha de intensificar. Abandonarla sería como dejar abandonado a Cristo y quedar nosotros a merced del enemigo. Nuestra meditación diaria, si es verdadera oración, nos mantendrá vigilantes ante el enemigo que no duerme. Y nos hará fuertes para sobrellevar y vencer tentaciones y dificultades. Si la descuidáramos perderíamos la alegría y nos veríamos sin fuerzas para acompañar a Jesús.

Los santos han sacado mucho provecho para su alma de este pasaje de la vida del Señor. Santo Tomás Moro nos muestra cómo la oración del Señor en Getsemaní ha fortalecido a muchos cristianos ante grandes dificultades y tribulaciones. También él fue fortalecido con la contemplación de estas escenas, mientras esperaba el martirio por ser fiel a su fe.

Y puede ayudarnos a nosotros a ser fuertes en las dificultades, grandes o pequeñas, de nuestra vida diaria. El primer misterio doloroso del Santo Rosario puede ser tema de nuestra oración cuando nos cueste descubrir la Voluntad de Dios en los acontecimientos que quizá no entendemos.

En esos casos, podemos rezar con frecuencia a modo de jaculatoria: “Quiero lo que quieres, quiero porque quieres, quiero como lo quieres, quiero hasta que quieras” 

Atendamos la Palabra del Señor: “Levantaos y orad para que no caigáis en tentación” (Lucas 22,46).



martes, 12 de abril de 2011

NUESTRA CAPILLA VA CAMINANDO...


Este es nuestro barrio
 

 


La grúa que va a colocar el techo de nuestra pequeña capilla… llegó!!!


Fuerza, muchachos… levanten todos a la vez…

 Vamos… arriba


















Secretos… secretos










  


De traje… no se puede hacer mucho










Y asi cumplimos con mucho esfuerzo y amor la misión de colocar el techo a la capilla, para que Nuestro Señor sea glorificado…

¡BENDITO SEA JESUCRISTO!

No se desanimen muchachos, que Dios nos pagará… y nos dará la corona tan deseada en el cielo… Y como dijo San Juan Bosco…

ya descansaremos en el cielo, ahora a trabajar por el Reino!!!